Un submarino a través de las oscuras aguas del tiempo
- Matt Miller
- hace 3 días
- 6 Min. de lectura
Redimiendo las horas de silencio
El tiempo se nos escapa entre los dedos sin hacer ruido. No en grandes momentos dramáticos, sino en los más silenciosos: unos cuantos desplazamientos en el móvil, unos cuantos «lo haré luego», unas cuantas distracciones inofensivas que, sin pedir permiso, van transformando nuestra identidad.
Siendo honestos, el mayor peligro al que se enfrentan la mayoría de los creyentes no es la rebelión abierta.
Es una deriva lenta.
Deriva tranquila.
De esas que roban diez minutos aquí, una tarde allá, hasta que tus días se sienten más escasos que antes… y tu alma también se siente más frágil.
Cuando el tiempo parecía interminable
Cuando era niño, no pensaba mucho en el tiempo. Tenía tanto que casi nadaba en él. Largas mañanas junto al estanque de pesca, viendo cómo la niebla se disipaba del agua como una cortina que revelaba el día. El aire olía a barro y verano, y lo único que me preocupaba era si los peces picarían.
Las tardes parecían eternas. Vagaba por el bosque con un bastón en la mano, imaginando que seguía el rastro de ciervos o buscaba senderos ocultos. Cada pequeño sonido tenía un significado. El susurro de las hojas. El crujido de una ramita. El canto de un pájaro desde lo profundo del árbol. Podía caminar durante horas, no porque tuviera prisa por llegar a algún sitio, sino simplemente porque el mundo se sentía inmenso y tenía todo el tiempo del mundo para explorarlo.
En aquel entonces, el tiempo no era precioso; simplemente abundaba. Tan común como el sol. Tan ordinario como la tierra. Nunca pensé en perderlo. Nunca imaginé que llegaría el día en que recordaría esas horas lentas con nostalgia. La infancia te da la ilusión de que el tiempo crece en los árboles.
No.

Cuando el tiempo comenzó a hundirse
En algún momento, la vida cambió. Las responsabilidades se multiplicaron. Las decisiones se volvieron más difíciles. Los días se llenaron de ocupaciones.
Un simple recado podía arruinarme la mañana. Una visita a la oficina gubernamental se convirtió en dos, luego en tres, con firmas faltantes, papeles mal archivados, filas interminables y la frustración a flor de piel. Mientras tanto, la lista de cosas que esperaba hacer —cosas importantes, cosas significativas— permanecía intacta.
Luego llegaron los momentos que impactaron más allá de la simple incomodidad:
Ver crecer a mis hijos más rápido de lo que podía retenerlos…
Darme cuenta de que pasaron años enteros sin darme cuenta…
Sintiendo lágrimas que no esperaba, de pie en el silencioso pasillo de mi propia casa, pensando en un tiempo que nunca podría recuperar.
La vida se convirtió en algo que tenía que controlar en lugar de algo que vivía. Me encontraba exprimiendo cada hora como un comandante naval que navega un submarino en aguas oscuras: con cuidado, con ansiedad, sin tiempo para descansar, siempre alerta para no chocar con algo inesperado.
Y a medida que aumentaba la presión, algo más se fue introduciendo silenciosamente.
El deseo de relajarse.
No de una manera sana y reparadora, sino con esa mirada perdida, como diciendo "déjenme desaparecer un momento".
Aquí hay un vídeo.
Un pergamino allí.
Un vídeo inofensivo.
Luego otro.
Y otro más.
Parecía una liberación… pero no lo era.
Fue una huida.
Y la huida resulta dulce, como el anticongelante sabe dulce para un gato sediento.
Reconfortante al principio… silenciosamente venenoso después.
Cada sorbo devora un pedacito del alma.
La simple constatación que intenté ignorar
En algún punto de esos ciclos de presión y huida, tuve que afrontar una verdad que no quería admitir:
El tiempo perdido no solo pierde minutos, sino que también pierde a la persona en la que te estás convirtiendo.
Entumece el corazón.
Calma el hambre espiritual.
Erosiona la conexión entre tú y Dios de maneras tan sutiles que apenas te das cuenta de que suceden.
No porque te estés rebelando.
No porque estés eligiendo pecar.
Pero como no estás eligiendo nada .
La nada, repetida con la suficiente frecuencia, se convierte en una especie de enemigo espiritual.
Un momento bíblico que resuena en esta silenciosa batalla
Cuanto más envejezco, más pienso en una sencilla oración que Moisés pronunció cerca del final de su vida:
“Enséñanos a contar nuestros días, para que apliquemos nuestro corazón a la sabiduría.”
Moisés no contaba las horas en un calendario.
No estaba calculando la productividad ni estableciendo objetivos.
Hablaba como un hombre que había visto décadas enteras desvanecerse en el olvido a causa de la incredulidad; tiempo perdido que jamás podría recuperar.
Sabía lo que significaba ver a la gente caminar en círculos.
Sabía lo que se sentía al ver cómo los años se esfumaban entre distracciones, desaliento, miedo, excusas y deriva espiritual.
Y sabía que el tiempo era demasiado precioso, demasiado frágil, demasiado fugaz como para tomarlo a la ligera.
Así que rezó algo dolorosamente honesto:
“Señor, enséñanos a valorar nuestros días. Enséñanos a verlos con claridad. Enséñanos a vivir antes de que se acaben.”
Esa oración me ha acompañado como una dulce compañera a lo largo de los años.
No es para ponerme ansioso.
No quiero volverme loco.
Pero para que yo lo sepa.
Para ayudarme a comprender que el tiempo no es una posesión, sino un depósito de confianza.
Y los fideicomisos pueden descuidarse con la misma facilidad que los campos, las amistades o los matrimonios.
Moisés aprendió por las malas. Había visto a la gente dar por sentado que el mañana siempre llegaría. Había visto los años disolverse en polvo del desierto. Y cuando finalmente le pidió sabiduría a Dios, se la pidió en el lenguaje del tiempo.
La vida interior es siempre la primera en sentirse descuidada.
Esto es algo que he notado en mí mismo:
No me derrumbo de golpe.
Me deshilacho.
Un poco aquí.
Un poquito por ahí.
Una pequeña pérdida de concentración.
Un pequeño descuido de la oración.
Una pequeña digresión de las Escrituras.
Un exceso de evasión.
Demasiada poca atención.
Cosas pequeñas, casi invisibles por sí solas.
Pero si las unes, habrás tejido una cuerda lo suficientemente fuerte como para alejarte de Dios sin que jamás tengas la intención de abandonarlo.
La viña del alma rara vez se marchita en un solo día.
Se derrumba por pequeños retrasos, pequeñas distracciones, pequeños "más tarde".
Y para cuando te das cuenta de que las espinas están creciendo, ya están profundamente enredadas.
Pero hay otra forma de vivir
La buena noticia —y la hay— es que el tiempo puede recuperarse.
No viviendo más rápido.
No intentando abarcar más en el día.
No convirtiéndonos en una especie de máquina de productividad espiritual.
Aprovechar bien el tiempo simplemente significa elegir un propósito en lugar de dejarse llevar, incluso en las pequeñas cosas.
Es elegir la presencia en lugar de la huida.
Elegir la oración en lugar de desplazarse por el navegador.
Elegir la quietud en lugar del ruido.
Elegir momentos que alimenten tu alma en lugar de adormecerla.
Y comienza a pequeña escala.
Siempre pequeño.
Una oración sincera susurrada antes de levantarte de la cama.
Un versículo leído lentamente en lugar de una docena leídas rápidamente.
Un paseo tranquilo.
Un momento de gratitud.
Una tarde dedicada a hablar con alguien a quien quieres en lugar de desaparecer en una pantalla brillante.
Las cosas pequeñas no parecen poderosas, hasta que te das cuenta de que reconstruyen lo que se estaba desmoronando silenciosamente.
Es a través de las pequeñas cosas que Dios repara el alma.
Aceptar tus horas
He aprendido que la culpa no redime nada.
La vergüenza no redime nada.
Esforzarse más no compensa nada.
Lo que redime el tiempo es, sencillamente, volver a Dios en los pequeños momentos.
Dejar que Él guíe el día.
Dejándole hablar en los lugares silenciosos.
Deja que Él te enseñe a ver tus horas no como cargas que gestionar, sino como regalos que recibir.
Porque el tiempo, con todos sus deslizamientos, acortamientos y sorpresas, sigue siendo uno de los dones más generosos de Dios.
No porque la controlemos, sino porque tenemos la suerte de vivir dentro de ella.
Un aliento silencioso
Si sientes que has desperdiciado años, Dios aún puede redimir los que están por venir.
Si sientes que tus hábitos han mermado tu alma, puedes empezar de nuevo de la forma más sencilla.
Si sientes que ir a la deriva se ha convertido en tu comportamiento habitual, un susurro de oración puede cambiar el rumbo.
No necesitas un nuevo año, un nuevo horario ni una nueva personalidad.
Solo necesitas un nuevo momento:
En el momento en que dices: “Señor, enséñame a contar mis días”.
No los cuentes.
Valóralos.
Mi infancia me enseñó lo importante que puede sentirse un día.
La edad adulta me enseñó lo rápido que puede desaparecer.
Pero la fe me ha enseñado algo aún más profundo:
El tiempo se vuelve sagrado cuando dejamos de intentar controlarlo y simplemente se lo entregamos a Dios.
Tus horas de trabajo no tienen por qué ser impresionantes.
No tienen por qué ser perfectos ni productivos.
Simplemente hay que entregarlos.
Él toma incluso los fragmentos rotos —los días de distracción, las tardes cansadas, los momentos de arrepentimiento— y trabaja con ellos. Siempre lo ha hecho. Siempre lo hará.
Dios no desperdicia el tiempo.
Y Él no te desecha.
Así que respira hondo un momento.
Mira con compasión el día que tienes por delante.
Y da un paso silencioso hacia Él.
No tiene por qué ser grande.
No tiene por qué ser ruidoso.
Simplemente tiene que ser real.
Y eso es suficiente.



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