🌙 El hombre de la noche 🌙
- Matt Miller
- 10 nov
- 7 Min. de lectura
No era un hombre joven.
La rapidez de su ambición ya se había convertido en una rutina. Su barba estaba surcada de canas, sus hombros ligeramente encorvados por años de disciplina y estudio. Había pasado toda una vida entre muros de piedra: enseñando, juzgando, memorizando la ley. La gente se ponía de pie cuando entraba en una habitación. Sus palabras eran mesuradas, sus oraciones precisas. Sus alumnos repetían sus frases como si fueran las Sagradas Escrituras. Había hecho todo lo que se esperaba de un hombre de fe, y aun así, sabía que algo le faltaba.

Un corazón inquieto
En las frescas horas de la madrugada, cuando la ciudad estaba en silencio e incluso las lámparas del templo ardían con poca intensidad, se sentaba en la azotea y contemplaba el lugar sagrado. El aire traía consigo el tenue olor a cenizas del altar, y casi podía oír el eco de antiguos cantos: los cantos que sus antepasados habían entonado cuando la presencia de Dios llenaba el templo. Pero ahora esa presencia se sentía distante. Las oraciones de su pueblo se habían convertido en deber. El culto, en una mera formalidad. Aún hablaban de santidad, pero la santidad se había transformado en una teoría, en lugar de una pasión.
Había aprendido la ley tan bien que había olvidado su propósito. Podía explicar la santidad, pero nunca la había sentido en carne propia. Podía enseñar sobre el arrepentimiento, pero nunca había llorado por sus propios pecados. Cuando se encontraba en el templo, rodeado de otros hombres que vestían las mismas túnicas y pronunciaban las mismas bendiciones, a veces sentía como si viera sombras representando la memoria de la fe. Anhelaba algo real, algo vivo.
Comenzaron a circular rumores por la ciudad. En los pueblos del norte de Galilea, apareció un hombre: hijo de carpintero, sin formación ni autoridad, pero de una fe inquebrantable. Decían que sanaba a los enfermos con solo tocarlos. Decían que hablaba de Dios como si acabara de salir de su casa. Multitudes lo seguían, no por curiosidad, sino por hambre. La gente afirmaba no haber oído jamás palabras como las suyas. Algunos decían que era un profeta. Otros susurraban la palabra que podía apedrear a un hombre: Mesías.
Un paseo tranquilo
Al principio, el anciano intentó ignorar los comentarios. Cada pocos años, aparecía algún maestro nuevo, entusiasta durante un tiempo, y luego desaparecía. Pero este era diferente. Las palabras que oyó sobre aquel maestro lo inquietaron. No había arrogancia, ni rebeldía; solo una autoridad que sonaba a verdad. Y cuando uno de sus propios alumnos regresó de Galilea diciendo que había visto caminar al cojo, el anciano sintió que algo en su interior se agitaba. Era como si la tierra árida de su corazón hubiera sentido la primera gota de lluvia.
Durante días luchó con ello. Se decía a sí mismo que la sabiduría aguardaba, que el Consejo decidiría qué hacer con aquella nueva voz. Pero no podía dormir. Cada plegaria le parecía vacía. Cada ritual, mecánico. Una noche, cuando hasta su familia dormía, se envolvió en su capa y salió silenciosamente a la calle.
El aire era fresco, las estrellas nítidas y brillantes. La ciudad estaba en silencio, salvo por el lejano balido de un cordero y el suave crujido de una verja de madera. Sus sandalias golpeaban suavemente el sendero de piedra. Conocía el camino a la casa; ese día había preguntado discretamente dónde se alojaba el maestro. No le dijo a nadie adónde iba. El paseo se le hizo más largo de lo que era. Cada esquina parecía susurrar: « Da la vuelta». Cada sombra parecía decir:
Lo perderás todo si te vas.
Por fin encontró el lugar. Era sencillo: ningún sirviente en la puerta, ningún adorno que denotara importancia. A través de una estrecha ventana brillaba la tenue luz de una lámpara de aceite. Se quedó allí un largo rato, con la mano temblando contra el marco de madera. Entonces, antes de que su mente pudiera disuadirlo, llamó.
Un encuentro en la oscuridad
La puerta se abrió. El maestro lo miró, sin sorpresa ni orgullo, simplemente con comprensión. Sus ojos eran firmes y amables. Lo invitó a entrar sin preguntar. Se sentaron uno frente al otro en silencio. La lámpara parpadeaba, proyectando una luz tenue sobre las paredes. Durante un rato, ninguno habló. El anciano sintió que cada palabra que había preparado de repente le parecía demasiado pequeña.
Finalmente dijo: «Rabí, sabemos que eres un maestro enviado por Dios, pues nadie puede hacer los milagros que tú haces si Dios no está con él». Fue cortés, prudente y respetuoso. Pero antes de que pudiera continuar, el maestro respondió de una manera que quebrantó todas las normas de la conversación:
“El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.”
Nacer de nuevo. Aquellas palabras lo impactaron como una piedra en agua estancada. Parpadeó, inseguro de haber oído bien. ¿Nacer de nuevo? ¿Qué podía significar eso? Había dedicado su vida a aprender a vivir mejor, a obedecer con mayor perfección, a alcanzar la rectitud mediante la disciplina. Y ahora aquel hombre hablaba de empezar de cero, como si la rectitud no fuera algo que se ganara, sino algo que se diera.
Intentó razonar con ello. «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?», preguntó. «¿Puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?». Era una pregunta sincera, pero tras ella se escondía el orgullo: la defensa de un hombre cuyo sistema de creencias se desmoronaba poco a poco.
El rostro del maestro se suavizó. “El que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es; lo que nace del Espíritu, espíritu es.”
El anciano permanecía sentado en silencio. La lámpara crepitaba suavemente. Afuera, un perro ladraba a lo lejos. Sintió cómo el significado de las palabras penetraba lentamente en él; no lo comprendía del todo, pero lo sentía profundamente. La ley que había guardado con tanto esmero le había mostrado la apariencia del pecado, pero no cómo liberarse de él. Los rituales habían purificado sus manos, pero no su corazón. Había nacido de la carne —educación, tradición y fuerza de voluntad— pero nunca del Espíritu. Y ahora, en ese momento de quietud, podía sentir la brisa de ese Espíritu moviéndose a través de él.
“El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido”, continuó el maestro, “pero no puedes decir de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que nace del Espíritu”.
Escuchó, y algo en su interior se aflojó: el nudo de miedo y formalidad que había regido su vida. La verdad ya no era una teoría que defender; era una voz que lo llamaba a casa.
Un corazón despierto
Se marchó como había llegado, en silencio. Pero el silencio ya no era vacío. La noche se sentía distinta. Las murallas de la ciudad ya no parecían barreras, sino testigos. Cada paso que daba resonaba con las palabras del maestro: nacido de nuevo, nacido de nuevo. No podía explicarlo, pero sabía que su búsqueda no había hecho más que empezar.
Pasaron los años. El nombre del maestro resonó con más fuerza. Las multitudes crecieron. Los milagros se multiplicaron. Y también el odio. En la cámara del Concilio, los debates se volvieron acalorados. El anciano escuchó cómo sus pares acusaban al maestro de blasfemia, de rebelión, de brujería. Pero en su interior, sabía que no era así. Cuando exigieron su muerte, ya no pudo guardar silencio. "¿Acaso nuestra ley juzga a alguien antes de oírlo?", preguntó. Su voz tembló levemente, pero su conciencia permaneció firme. Los demás se burlaron de él, preguntándole si él también era de Galilea. No dijo nada más. A veces, el silencio es el último refugio de la fe.
Llegó el día de la crucifixión. El maestro había sido golpeado, ridiculizado, exhibido por las calles. El anciano apenas podía soportar presenciarlo. Pero tampoco podía mantenerse al margen. Cuando los soldados dieron por finalizada la ceremonia, permaneció a lo lejos, temblando. Pensó en aquella primera noche: la lámpara, la voz, la llamada a nacer de nuevo. Ahora comprendía lo que el maestro había querido decir.
La vida no podría existir sin la muerte.
Al caer la tarde, dio un paso al frente. Se unió a otro hombre —uno que también lo había seguido en secreto— y juntos pidieron el cuerpo. Lo llevaron con delicadeza, lo envolvieron cuidadosamente en lino y lo depositaron en la tumba. El aroma de mirra y áloe impregnaba el aire. Con cada movimiento, sentía que algo en su interior era enterrado y renacía.
No vio la resurrección con sus propios ojos, pero la creyó en su alma. Había visto lo suficiente. El viento que antes agitaba su corazón en secreto se había convertido en una tempestad de gracia. Y aunque las Escrituras no dicen más de él, su historia no termina en la tumba; continúa en cada corazón que alguna vez haya sentido esa misma santa inquietud.
“Había aprendido tan bien la ley que había olvidado para qué servía.”
La noche que nunca terminó
Aquel anciano no imaginaba que, miles de años después, su silenciosa búsqueda se repetiría en innumerables corazones. Personas religiosas —educadas, respetables, seguras de sí mismas— se sentarían bajo biombos iluminados o púlpitos relucientes y formularían las mismas preguntas que él una vez susurró en la oscuridad:
“¿Qué me estoy perdiendo?”
¿Por qué la fe se siente como una formalidad?
“¿Dónde está el Dios del que hablo con tanta facilidad?”
Y las mismas palabras que lo inquietaron aún resuenan en nuestras cómodas religiones:
“Debes nacer de nuevo.”
No es un eslogan. No es un ritual. Es la línea divisoria entre creer en Dios y conocerlo verdaderamente .
Para algunos, esas palabras aún caen en oídos recelosos, cargadas de tradición y orgullo. Pero de vez en cuando, un alma —cansada del ruido, sedienta de algo real— las escucha y, como aquel hombre de antaño, finalmente abandona la seguridad de la religión para comprender la verdad viva de la gracia.
Llegó de noche, buscando respuestas. Se marchó con una invitación a la vida.
Bueno… en fin, esa fue su historia.
La pregunta es: ¿cuál será la tuya?
Juan 3



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